La maleta


Tiene en su rostro cicatrices de derrota (más cornás da la vida, pienso), la camisa planchada con la precisión de un relojero y un exceso de Floïd que me devuelve por un momento a las barberías de mi infancia. Se me acerca tímido en la gasolinera, con su maleta minúscula y un cabello repeinado.

- ¿Puede usted llevarme a Gerona?.

Ha venido a la costa a hacer el verano, me dice. Y se ha recorrido uno por uno todos los restaurantes, los hoteles, los cámpings de Roses a Sant Feliu. Sabe cocinar, limpiar, servir mesas, es buen jardinero y hábil con las herramientas. Algo caerá, pensó. Pero su peregrinación por el litoral se llevó sus pocos ahorros y sus ilusiones. 

Ahora vuelve a Algeciras, sin nada, como los indianos que se fueron a Cuba y volvieron con los sacos vacíos. Y con sus cincuenta y muchos, su camisa planchadísima y su pelo repeinado, deberá volver al otro lado del país de gasolinera en gasolinera, durmiendo en cunetas, comiendo menos que más. Y sus ojos de fracaso y de humillación son como un faro que se apaga después de años y años de servicio.

Y mientras escribo estas líneas, en algún punto inconcreto de la carretera que lleva al sur, su maleta, su mirada y su dignidad herida nos recuerda que las crisis tienen ojos tristes y cicatrices en el alma. Tal vez uno de los problemas es que no lloramos lo suficiente.

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